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miércoles, 29 de septiembre de 2010

Cortame las puntas

(Publicado en La Tercera, el 29/09/10) 
Existe un mito fuertemente instalado en la idiosincrasia masculina. Resulta que a las mujeres nos encanta ir a la peluquería. Resulta que es fascinante para nosotras tardar más de una hora en un lugar en el que los hombres no tardan más de 15 minutos.
 Aunque alguna vez suelo caer en la inefable costumbre de generalizar, esta vez no lo haré: No todas gozamos del supuesto placer de pisar una peluquería.
 Conozco mujeres que detestan el sólo hecho de poner un pie en estos templos repletos de secadores, planchitas, peines y tijeras; inmersos en una constante atmósfera de tinturas, baños de crema y ampollitas (N. de la R: dícese de un producto capilar que deja el cabello sedoso y lindo, muy lindo). Mujeres que, incluso,  prefieren cruzar de vereda, antes de pasar por la puerta de una peluquería.

 Desde esa otra vereda, justamente, están quienes adoran la ceremonia peluqueril y pasan por allí varias veces al mes, no sólo para ocultar las canas o cambiar el look, sino también para cortarse las puntas o plancharse el pelo.
 Y en el medio –no en la calle, claro, tal vez en el borde del cordón- estamos las que, a fuerza de canas y flequillos que tapan los ojos, sentimos la cuasi obligación de, al menos una vez por mes, visitar a nuestro fiel coiffeur. Porque peluqueros, eran los de antes. Los de ahora, son coiffeur.
 Aún con la certeza de que necesito pasar por allí, cada vez que camino las 6 cuadras que separan mi casa del templo en cuestión, experimento la preocupante sensación de que se me van a ir tres horas que bien podría utilizar en hacer lo único que hago más o menos bien, que es escribir notas y gacetillas, o leer para la facultad o mirar una película en el cable. Sensación que se acrecienta cuando el semáforo se pone en verde y comienzo a cruzar Boulevard Buenos Aires. Una vez en la puerta, en esa vereda fatal, estoy perdida.
 Si las tres horas van a pasar, hay que pasarlas de la mejor manera posible. Y cuando digo de la mejor manera posible, me refiero a disfrutar de lo que se tiene a mano: leer revistas del estilo Caras y Gente (que me doy el “lujo” de chusmear sólo en la peluquería), charlar con el coiffeur o alguno de sus ayudantes (pero jamás con las otras clientes, eso ya sería demasiado) y escuchar conversaciones ajenas.
 Así como dicen que los hombres se juntan para hablar de fútbol y mujeres, y las mujeres para hacer lo propio sobre ropa –acá entran accesorios, zapatos y carteras, también) y hombres, déjeme decirle que en la peluquería existen tres grandes temáticas:
• El clima en todas sus variantes (también es tema de ascensor, pero note el agregado “en todas sus variantes”. Usted piense que en la peluquería se pasa bastante más tiempo).
• La situación familiar (estado general de los afectos más cercanos. Predomina el interés por los hijos y, en el caso de que no se tengan, por sus equivalentes, los queridos sobrinos. En la temática familiar, además, no puede faltar una pregunta para las solteras: “¿Y? ¿Seguís sola?” Cuya respuesta negativa sería: “No sigo… SOY sola”. En contrapartida, la positiva (y ganadora) sería: “Soltera. Sola, jamás”.
• El trabajo/estudio. Acá no hay mucho que agregar. Intentar pasar el tiempo hablando de lo que a una la hace sentir culpable por estar tapándose las canas en vez de escribir una columna semanal, es nocivo.
 Una vez que usted charló todo lo que había por charlar y leyó todo lo que había por leer sobre romances farandulescos, está espléndida. Lista para llevarse el mundo (bueno, el barrio) por delante.
 Sin canas, el flequillo corto y el pelo brillante y sedoso, vuelvo a cruzar Boulevard Buenos Aires, miro el reloj y pasaron 3 horas. Pero estoy espléndida. Y míreme bien, porque mañana, cuando me lave solita el pelo e intente acomodarme el flequillo, nada (pero nada) quedará igual. 

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