Miedos, amores, amigos, rencores, heridas, caricias, espejos, charlas, misterios, matices, mates, cigarrillos, fresias, chocolates, cuerdas flojas, histeria, mil lágrimas, sonrisas, esperas, teléfonos, arrepentimientos, gritos, fiesta, daiquiris, suspiros, sorpresas, mails, espacio, incertidumbre, límites, angustia, placer, egoísmo, soberbia, impotencia, Benedetti, salidas, experiencias, éxitos, fracasos, Cortázar, Galeano, música, melodías, cerveza, café, castigos, libertad, soledad, reconocimientos, lunas y soles, los domingos de siempre, mentiras, sueños, finales, pesadillas, cambios, Arlt, despertadores, consejos, traiciones, carcajadas, desilusiones, esperanzas, caminos, opuestos, miradas, Cien años de soledad, costumbre, tormentas, abrazos, dolores, nacimientos, rupturas, abismos, puertas, candados, almuerzos, proyectos, viajes, silencios, mensajes, olvidos, carencias, paciencia, calma, sombras, peleas, manos, esfuerzo, todo y nada. Más y menos. Menos de lo mismo.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Si éste no es el Pueblo...

(Publicado en La Tercera, el 3/11/2010)
Iba caminando en dirección a la Casa Rosada. No sabría decir por cual de las calles, porque yo sólo seguía al tumulto y ese tumulto dio tantas vueltas para ver por dónde lo dejaban pasar, que perdí el sentido de la ubicación, en el medio de tantas caras, tantos carteles, banderas, hombres, mujeres, niños y jóvenes, muchos jóvenes.
   “Vas a tener de qué escribir”, me dijo una voz asomándose por mi hombro. Y ahí caí. Porque, hasta ese momento, caminaba por inercia. No terminaba de caer, de entender. Estaba en medio de una incontable multitud de gente y era lo más parecido a los festejos por el Bicentenario. Parecía que estaba todo el Pueblo ahí (el Pueblo así, con mayúsculas), desbordando la Plaza de Mayo. La diferencia era el clima. Una mezcla de euforia y tristeza. De angustia y esperanza. Eso es lo que pude ver en cada uno de los rostros que me crucé. Y no me crucé pocos.
   Cuando logré entrar a la Casa Rosada tuve esa misma mezcla de sensaciones que percibí en las caras de tantos argentinos. Era la primera vez que ponía un pie allí. Usted se preguntará cómo no fue una visita obligada en el colegio. No lo sé. Lo cierto es que mi primera vez adentro de esa inmensa casona fue el día que despedí a un presidente de la Democracia. Un presidente que no voté, con el que disentía en unas cuantas cuestiones y al que apoyaba en otras tantas. Un presidente que, no dudo en afirmar, fue el mejor desde la vuelta de la Democracia. Y ese es el motivo por el que fui a despedirlo. Nadie me obligó, nadie me pagó, ni me prometió nada (lo aclaro, porque he leído tantas difamaciones de pseudo periodistas, esos que analizan la situación socio política del país sentados en su escritorio y lejos, muy lejos del calor del Pueblo). Sentí la necesidad de estar. Sentí que iba a ser una jornada histórica. Y no me equivoqué.
   Pero volvamos a la Casa Rosada. Esa mezcla de sensaciones se manifestó en un nudo en la garganta y un “hachazo en el pecho” (el de Panigazzi, ¿se acuerda?). Los pasillos que conducían al Salón de los Patriotas Latinoamericanos estaban colmados de coronas de flores. No cabía una más. El paso era lento y el silencio era respetuoso y conmovedor. Sólo se sentían nuestros propios pasos. Por al lado del féretro pasé rápido. La ví a Alicia (Cristina no estaba) y seguí. Otro pasillo repleto de coronas. Y salí.
   Me inmiscuí otra vez entre el mundo de gente y me quedé parada en el medio de la calle, con el Cabildo a mis espaldas. Y ahí los vi. Estaban todos: los viejos, los no tanto, los chicos y los jóvenes. Cientos de jóvenes. Miles de jóvenes. Cantaban, aplaudían, lloraban, saltaban. Estaban ahí. Disfrutando y lamentando ese momento histórico. Ese pedazo de historia que, dentro de 20 años, estará en las páginas de algún manual escolar. Se sentía la euforia, el entusiasmo, la angustia y la bronca. Y también se respiraba política. Que no es poco. Y no creo que haya manera de describir esa atmósfera. O al menos yo no la encuentro. Hay momentos, acontecimientos, situaciones que hacen que quienes trabajamos con las palabras, nos quedemos huérfanos de ellas.
   Entre los carteles, las banderas, las pintadas y las canciones que se cantaban hubo una en particular -simple y clásica, pero potente-, que me emocionó más que ninguna: “Si éste no es el Pueblo, el Pueblo dónde está”. Habida cuenta de mi escasez de conceptos, tal vez sea el mejor recurso hacer propio lo adecuado, preciso y, sobre todo, esperanzador de aquel cántico, en las voces de miles y miles de argentinos.   
 

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