Miedos, amores, amigos, rencores, heridas, caricias, espejos, charlas, misterios, matices, mates, cigarrillos, fresias, chocolates, cuerdas flojas, histeria, mil lágrimas, sonrisas, esperas, teléfonos, arrepentimientos, gritos, fiesta, daiquiris, suspiros, sorpresas, mails, espacio, incertidumbre, límites, angustia, placer, egoísmo, soberbia, impotencia, Benedetti, salidas, experiencias, éxitos, fracasos, Cortázar, Galeano, música, melodías, cerveza, café, castigos, libertad, soledad, reconocimientos, lunas y soles, los domingos de siempre, mentiras, sueños, finales, pesadillas, cambios, Arlt, despertadores, consejos, traiciones, carcajadas, desilusiones, esperanzas, caminos, opuestos, miradas, Cien años de soledad, costumbre, tormentas, abrazos, dolores, nacimientos, rupturas, abismos, puertas, candados, almuerzos, proyectos, viajes, silencios, mensajes, olvidos, carencias, paciencia, calma, sombras, peleas, manos, esfuerzo, todo y nada. Más y menos. Menos de lo mismo.

jueves, 3 de marzo de 2011

Los amores cobardes

“Incluso en estos tiempos
en los que soy feliz de otra manera,
todos los días tienen ese instante
en que me jugaría la primavera
por tenerte delante.” (Joaquín Sabina)
Por algún motivo que aún hoy, después de tantos meses, desconoce, la dejó ir.
    Se quedó mirándola por un largo rato, hasta que esa silueta pequeña y conocida hasta el hartazgo por él se perdió entre las otras siluetas desconocidas y entonces no vio más que rostros ajenos a su inquietante y repentino malestar. La había dejado ir. Era todo.
    Sentado en el banco de la plaza, se quedó inmóvil. Con el codo derecho apoyado en una de sus piernas y el mentón sobre la palma de su mano, sólo atinó a levantar la vista y observar por un minuto eterno el apelotonado bollo de nubes espantosamente grises que se agrandaba a un ritmo acelerado.
    Ella le había lanzado en 15 minutos una serie de reclamos que –aclaró- ya no eran reclamos, porque todo estaba perdido. Él había asentido con una frialdad desconocida –hasta para él mismo- y reconocido cada una de sus consecutivas fallas. No había nada que negar. Las últimas veces, incluso, le había fallado a propósito. Ella quería que él la quisiera y él decía quererla, pero a su manera (¿de qué otra manera podría querer uno si no es a la propia?). Él tenía cinco prioridades en su vida y ella no estaba en su lista selecta. Ella se cansó de jugar el juego egoísta y aburrido de él y decidió dejarlo. Él se lo veía venir y por eso la dejó hablar y, cuando fue su turno, sólo dijo “tenés razón”. No intentó justificarse. No lo creyó necesario. La quería, si. Pero no podía darle lo que ella necesitaba. No tenía tiempo, ni ganas. Y tampoco –se sinceró consigo mismo- la quería tanto como para retenerla. Se hizo un silencio opaco y casi tan denso como el cielo. Ella se levantó, le dio un beso en la mejilla, lo miró por unos segundos a los ojos y se fue. La había dejado ir.
    El silencio también es una decisión y era la que él había elegido para esta historia. No daba para más, es cierto. Pero dolía. Por costumbre, por afecto, por empatía o por lo que cuernos fuera, dolía.
    No volvió a verla y, pese a extrañarla, no quiso saber más nada de ella. En un acto sorpresivamente solidario con quien había sido sólo una tierna compañía de tardes, noches, cervezas, mates y pizzas, se alejó –aún más- y evitó cualquier contacto. Ella lloró, soportó, entendió y aceptó. Después de todo, la distancia la sentía hace tiempo. Sólo después de haber entendido eso, se olvidó de él.
     Él se levantó hoy, temprano, para ir a trabajar. Por algún detalle insignificante –o no- se acordó de ella. Y la volvió a extrañar. Y no pudo recordar por qué la había dejado ir. Se sintió triste y se enojó por un rato con él mismo. Después, se le pasó.
    Y siguió con su vida, recordándola de vez en cuando. Y preguntándose, por mucho tiempo, por qué la dejó ir.          

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