Miedos, amores, amigos, rencores, heridas, caricias, espejos, charlas, misterios, matices, mates, cigarrillos, fresias, chocolates, cuerdas flojas, histeria, mil lágrimas, sonrisas, esperas, teléfonos, arrepentimientos, gritos, fiesta, daiquiris, suspiros, sorpresas, mails, espacio, incertidumbre, límites, angustia, placer, egoísmo, soberbia, impotencia, Benedetti, salidas, experiencias, éxitos, fracasos, Cortázar, Galeano, música, melodías, cerveza, café, castigos, libertad, soledad, reconocimientos, lunas y soles, los domingos de siempre, mentiras, sueños, finales, pesadillas, cambios, Arlt, despertadores, consejos, traiciones, carcajadas, desilusiones, esperanzas, caminos, opuestos, miradas, Cien años de soledad, costumbre, tormentas, abrazos, dolores, nacimientos, rupturas, abismos, puertas, candados, almuerzos, proyectos, viajes, silencios, mensajes, olvidos, carencias, paciencia, calma, sombras, peleas, manos, esfuerzo, todo y nada. Más y menos. Menos de lo mismo.

miércoles, 12 de enero de 2011

Lo imperdonable

Publicado en La Tercera, el 12/01/11 
El pasaje de lo novedoso a lo cotidiano es muchas veces preocupante. Claro que es lógico que los hechos dejen atrás esa condición de novedad que los hacía atractivos y diferentes. Atractivos, al menos para los periodistas. Para todos los demás, son diferentes. Y ahí, justamente ahí, en ese “para todos los demás” está el centro de la cuestión o la madre del borrego, como decían las abuelas. Que deje de ser noticia es entendible, son las reglas del juego, después de todo. Lo imperdonable es que, en consecuencia, deje de importarnos.
   Déjeme explicarlo de una manera más práctica: si usted viene en auto desde la zona de Monte Grande (o Luis Guillón, o Ezeiza, da igual) y se dirige hacia, pongámosle, la Universidad de Lomas, no es necesario que se enmarañe en el laberinto de colectivos, camiones, autos y bocinazos que conforma la rotonda de Llavallol. Usted tiene un atajo. Ese, si. El que está pensando. El que le hace dar una vuelta por debajo del puente de Camino de Cintura. En esa alternativa espacial se hace manifiesto un claro ejemplo de lo novedoso que se vuelve cotidiano, que se naturaliza. En ese reducto con piso de tierra empinado y techo bajito de asfalto vive un señor. Usted debe haberlo visto. Un señor que es, para mí, el representante de todos los demás desposeídos. Si pienso en ellos, la imagen que se me viene a la mente es la de este señor, “el hombre que vive abajo del puente”. En cualquier charla con familiares, amigos o compañeros de trabajo de la zona, cuando sale el tema de la gente que no tiene dónde vivir, de los cartoneros o de la pobreza, en general, el ejemplo es siempre el hombre que vive abajo del puente.       
   Se mudó allí hace varios años. No recuerdo cuántos, pero después de la crisis de 2001, seguro. Porque, para esa época, yo pasaba seguido por ese atajo, camino a la Facultad. Y así fui viendo, con asombro, cómo el tipo se fue armando su nuevo hogar. Primero pasaba sus días solo con una frazada. Unos días después sumó un colchón. Y el mate, siempre el mate de compañía. Otro día pasé y tenía una mesita y un banquito. Y lonas, que colgaban del techo al piso e intentaban protegerlo del frío de aquel entonces. Algún día más caluroso lo vi tirándose agua y refregándose, como dándose un baño a la intemperie. Tenía, además, un pequeño sector anguloso, donde colgaba su ropa mojada.
  Mi asombro aumentaba con cada nueva adquisición. Me causaba cierta admiración el empuje del tipo para hacer de ese espacio desolado, mugriento y visiblemente tétrico por las noches, su propio hogar. Hoy, me avergüenza un poco haber pensado así en algún momento, desde el cómodo asiento de un auto, yendo a cursar mi carrera universitaria. Tal vez porque podría sonarle a cargada al propio hombre que vive abajo del puente. Para él, no había otra opción. Entonces ¿qué podría tener de meritoria aquella situación extrema?
   Alguna vez me detuve a pensar, también, cómo se le habrán dado las cosas en su vida como para terminar viviendo allí, solo. Por aquellas épocas de Argentina en llamas, no era muy difícil adivinarlo. Pero me resultaba una incógnita su historia.
   Después, bastante después, no había ninguna adquisición nueva. Cada vez que pasaba era el mismo cuadro. Hasta que un día, no recuerdo cuándo ni cómo, dejé de mirarlo. Y varios meses después, dejé de pasar seguido por allí. Y cuando pasaba, no había nada que me llamara la atención. Todo era parte del mismo paisaje.
   Cuando alguien me sugirió escribir sobre los desposeídos, me acordé del hombre que vive debajo del puente. Y, triste, paradójica e insensiblemente no pude recordar si el tipo sigue estando allí. Intenté recurrir a mi memoria fotográfica, porque no hace más de dos semanas pasé por el atajo. Y no logro recordar si lo vi. Y no puedo perdonarme haberlo olvidado.

5 comentarios:

  1. Definitivamente con el tiempo, con los años, con la experiencia, con la práctica... vaya a saber con qué... conseguís crecer a pasos agigantados en tus pensamientos, en tu vida, en tus historias, en tu manera de transmitir, en tu simpleza y ... complejidad a la vez, en tu sentir y hacer sentir... Excelente, conmovedor, triste, real, imperdonablemente borroso al pensar en la historia del hombre... impactante, fabuloso, afectuoso... Lo que no podes negar es que nadie, seguramente nadie, se acordó siquiera de dedicarle una línea... con eso tiene que bastarte par sentirte un poquito perdonada...

    Viviana.

    ResponderEliminar
  2. "Y no logro recordar si lo vi. Y no puedo perdonarme haberlo olvidado."

    Yo lo inventé. Jaja. Hermoso.

    ResponderEliminar
  3. Nena, el relato es muy descriptivo, pero no coincido en eso de que deberías avergonzarte de pensar en el empeño que el tipo puso para enfrentar lo que le tocó/toca vivir. Al contrario: me parece que muchos de nosotros deberíamos emular un poco del instinto de supervivencia que nuestro alrededor nos devuelve a diario. Y seguro que es triste que algo así se naturalice, eso es tan crudo como real. Pero hiciste muy bien en haber puesto el ojo. Bah, quien soy yo más que el 22 de tu lista de seguidores para decirlo! Besos!

    ResponderEliminar
  4. Che Natalia. Sabés que yo también le venía siguiendo el paso a ese vecino de abajo del puente. Fue hasta mediodos de 2001 que nos mudamos a Capital.
    Sí recuerdo claramente, en mi actitud mezquina, que prestaba atención a su existencia para saber si la Argentina estaba en crisis.
    Sí recuerdo que lo venía viendo y una vuelta "me alegré" de no verlo más, porque aparentemente, reí, era indicio de que las cosas andaban mejor. Y también recuerdo que luego volvió a aparecer. No si si hablo de 1999 o de 2000, no estoy seguro.

    Hace poco, por trabajo, tuve oportunidad de conocer a una vicepresidenta de la APDH que se dedica a fotografiar a nuestros "vecinos en la calle". No "personas en situación de calle" o "deambulantes" o "homeless", no, v-e-c-i-n-o-s. Personas diversas, con sus diversas causas por el hecho de vivir en la calle, que no son pasible todas de atribuírseles las mismas características, como una masa homogénea. Y que bueno recordar esto cuando hace unas semanas hemos tenido que escuchar las condenas más fuleras y xenófobas hacia aquellos que aspiran a una vivienda digna.

    Saludos,

    Alfredo.

    ResponderEliminar
  5. No te sientas culpable por no seguir los pasos de ese sobreviviente, el país estaba lleno de fábricas y un descerebrado las cerró, en el colectivo no vi mas un overol ni gente con manos callosas, el ser humano se refugia en su interior como la tortuga en el caparazón, es el instinto de supervivencia.
    Tenemos que seguir caminando, lo importante es no olvidarse de los sobrevivientes, a otros no les hubiese importado nada.
    Aclaración: para que no te sientas mal, el tipo junto cartones y con el dinero compro un billete ganador y desde Paris se acuerda de esos ojos oscuros que lo observaba detrás del vidrio de un auto y te manda un gracias por recordarme…

    ResponderEliminar