Miedos, amores, amigos, rencores, heridas, caricias, espejos, charlas, misterios, matices, mates, cigarrillos, fresias, chocolates, cuerdas flojas, histeria, mil lágrimas, sonrisas, esperas, teléfonos, arrepentimientos, gritos, fiesta, daiquiris, suspiros, sorpresas, mails, espacio, incertidumbre, límites, angustia, placer, egoísmo, soberbia, impotencia, Benedetti, salidas, experiencias, éxitos, fracasos, Cortázar, Galeano, música, melodías, cerveza, café, castigos, libertad, soledad, reconocimientos, lunas y soles, los domingos de siempre, mentiras, sueños, finales, pesadillas, cambios, Arlt, despertadores, consejos, traiciones, carcajadas, desilusiones, esperanzas, caminos, opuestos, miradas, Cien años de soledad, costumbre, tormentas, abrazos, dolores, nacimientos, rupturas, abismos, puertas, candados, almuerzos, proyectos, viajes, silencios, mensajes, olvidos, carencias, paciencia, calma, sombras, peleas, manos, esfuerzo, todo y nada. Más y menos. Menos de lo mismo.

miércoles, 5 de enero de 2011

Desapariciones

Publicado en La Tercera, el 5/01/11
Siempre tuve la vaga pero inquietante idea de que, aún si pudiese tener en mi poder todos los libros que quisiera leer, no me alcanzaría la vida para hacerlo. Piénselo por un instante, lector ávido de historias, cuentos, novelas y ensayos… Desolador ¿no?. 
   Mi profesión me encontró una tarde entrevistando a un viejo librero, en San Telmo, guardián de las mañanas de El rufián melancólico, una librería dedicada a la venta de material antiguo, como es costumbre en ese barrio porteño. El nombre del negocio no es casualidad: alude a uno de los personajes de Los siete locos, una de las más importantes novelas de Roberto Arlt. En ese mundo paralelo en el que las agujas del reloj parecen detenerse; en ese universo desbordado de pilas de diarios y revistas, de discos y afiches de películas; en ese Aleph borgeano con estanterías amuradas contra la pared repletas de libros, pensé aquello de la inmensidad literaria, frente a la finitud de la vida, de mi vida.  
   No me resulta cómodo leer pantalla de por medio. Puedo llegar a hacerlo con los diarios, si. Pero no podría con un libro o un cuento más o menos largo. Me canso, me desconcentro. Prefiero el papel. El impreso. El dar vueltas las hojas y escuchar ese chirrido. Ese particular olor de los libros viejos, mezcla de pasado, sepia y humedad. Si así no fuera, la magia de Internet bien podría ser un premio consuelo para mi inquietante certeza. A falta de abarcar la totalidad a la que aspiro, buena sería la velocidad de la red para llegar a leer algo más. Pero lejos está de ser una opción para mí.
   Me resisto a la desaparición del impreso. Me resisto al Apocalipsis de los diarios y libros en papel, tan anunciado como trágicamente cercano.      
   Y me pregunto, entonces, cuántas cosas más vamos a dejar ir con la excusa de que “nada se pierde, todo se transforma”. Porque cada uno puede hacer en su país y con la historia de su país lo que le plazca. Y no sé cuánta memoria anda dando vueltas por los países vecinos. Pero en el nuestro –se sabe- hay muy poca. Poquísima, diría. Y muchas veces la falta de memoria nos ha convertido en cómplices. Y así dejamos que desaparezcan no sólo personas, sino también costumbres, hábitos, creencias… pedacitos de nuestra identidad, de nuestro ser nacional.
   La globalización exige que estemos atentos a lo que pasa en el resto del mundo. Como una herramienta indispensable de esta realidad, llegó también a nuestro país Internet, para conectarnos a través del ciberespacio en cuestión de segundos.
   La noticia se caracteriza por la novedad, pero también por la inmediatez. Por eso la Red se convirtió en la vedette del periodismo moderno, porque ahora ni siquiera es necesario tirar el diario a la basura, sino que las páginas de los medios gráficos se actualizan constantemente y nada de lo que se lee en sus portales sufre el síndrome de la noticia vieja.
   Bienvenido sea el adelanto tecnológico y bendita la Red, un archivo infinito de lo que se nos ocurra. Pero no dejemos que nos devore. Desde que la Argentina también es un país on line se escuchan los cada vez más fuertes rumores de que todo se digitalizará: libros, diarios, revistas. En un futuro, no habrá más papeles, dicen. La pregunta es si usted y yo vamos a ser cómplices, también,  de esta desaparición.
   Librerías atendidas por sus dueños, sabios coleccionistas que se sabían de memoria la ubicación de sus tesoros; video clubes de barrio con críticos expertos en los distintos géneros; almaceneros con la libreta siempre lista para anotar lo que vamos a pagar la semana que viene. Algunos barrios todavía conservan algunos de estos personajes. Pero, de a poco, van desapareciendo. Y nosotros, inmersos en la globalización, en la inmediatez, en el todo-para-ayer, le damos para adelante y nos olvidamos de lo lindo que era.
   Ojalá los puesteros sigan recibiendo nuestra visita fugaz de cada mañana, refregándose las manos por el frío y con el termo apoyado en el mostrador. Ojalá los canillitas sigan pasando el diario por debajo de la puerta. Ojalá que, aunque más no sea por nostalgia, ellos no se vuelvan personajes de leyendas que nuestros nietos van a escuchar. Ojalá no permitamos que ellos también desaparezcan.      

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