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martes, 28 de diciembre de 2010

Un buen nombre

A Mariana le hubiese gustado llamarse Camila. No tenía nada concreto para decir contra el nombre que había elegido para ella su tía Cecilia, pero Camila hubiese sido uno mucho mejor.
   Tal vez, era justamente eso lo que la inquietaba: el no tener nada para decir respecto a por qué se llamaba Mariana.
   No existía una historia interesante sobre el origen de su nombre. En realidad, ni siquiera existía una historia no-interesante. Nadie jamás había hecho mención sobre la historia de tal elección. O si, pero le resultaba tan miserable, que decidió olvidarla. “Yo quería María, tu papá Ana. Para desempatar, intercedió tu tía. Y ahí surgió Mariana”. La mediocridad con la  que sus propios padres habían elegido algo que la identificaría para toda su vida la perturbó de manera tan profunda que se propuso borrar esa infame historia de su mente. Y lo logró a tan sólo una semana de haberla escuchado. Y jamás volvió a recordarla. Hasta ayer.
   Doce años habían pasado desde que el breve pero apocalíptico cuento sobre la procedencia de su nombre se había esfumado, como por arte de magia, de su mundo. No le costó demasiado el borrón abrupto de aquel episodio y la había ayudado el curioso pero real hecho de que nadie nunca se mostró interesado en saber el por qué de su nombre. Jamás necesitó dar explicaciones. Como si un complot universal la hubiera eximido del tan corto como lastimoso “no sé”. Sin embargo, algo en la atmósfera, durante esos catorce años, la mantuvo inquieta. Cierto temor asociado a lo desconocido la envolvía siempre que alguien le preguntaba su nombre. “Mariana”, decía, no sin un leve aire de fastidio. Jamás nadie le hizo un comentario, ni bueno ni malo, al respecto. Tan simple, vulgar y poco misterioso sentía su nombre, tan poco capaz de despertar la mínima curiosidad en nadie, y a la vez, esto generaba en ella una mezcla de alivio y acostumbramiento.
   Tres Marianas vivían en su misma manzana y otras tres compartían aula con ella, en el colegio. Mariana se llamaba la nieta de la mujer que atendía el kiosco de la esquina y también la hija del portero. Todas rondaban los 17 años. Aparentemente, un espasmo de originalidad había sacudido a las familias de la época y ahí estaban todas las Marianas juntas, compartiendo lo que para ella, la que hubiese preferido llamarse Camila, era algo así como una carga eterna. Hasta ayer.
   El día comenzó en forma corriente. Como todos los días de semana. Levantarse, lavarse los dientes, tomarse el tazón de café con leche con dos tostadas (porque más de dos no pasaba a esa hora de la mañana), saludar a mamá con un beso y partir hacia la escuela.
   Llegó al colegio sobre la hora, como todos los días. Entró apurada al aula y casi por inercia se sentó en su banco. Esa inercia le impidió notar una nueva presencia tres bancos más allá. Presencia de la que no se percató, hasta que la preceptora pasó lista y lo presentó.
   El nuevo se llamaba Lucas. Y ni bien sonó el timbre que anunciaba el recreo, se arrimó a Mariana y le alcanzó un lápiz que, merced de un movimiento extraño, había rodado desde el banco de ella hasta los pies de él, cuando ella se levantaba de su silla. “Me parece que esto es tuyo”, le dijo. Ella levantó la vista (porque él era un poco, sólo un poco, más alto) y se encontró con dos ojos verdes claritos que la miraban fijo y, por un instante, la hicieron sonrojarse. “Si, gracias”, contestó. “¿Cómo te llamás?”. Se hizo un silencio. “Mariana”, dijo, tímida, ella. “Mariana, qué lindo nombre”, agregó él, sonrisa de por medio.
    A Mariana le hubiese gustado llamarse Camila. Pero hasta ayer. Sólo hasta ayer.    

7 comentarios:

  1. Muy bueno. Entretenido y muy bien terminado. Hermoso.
    Pablo.

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  2. Qué linda historia Nati! Espero más relatos para 2011. Beso, feliz año
    Sole Arreguez.

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  3. Qué bueno que guste. Se vienen más historias, por supuesto. Siempre hay más para contar.

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  4. Fenomenal!!!
    Tu cuñado, ja!

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