Cuando usted viaja regularmente en un mismo medio de transporte y hacia un mismo destino, la cosa se vuelve monótona, rutinaria y hasta agotadora. Y más aún si el paisaje que lo rodea los 20, 35 o 50 minutos de viaje no presenta más cambios que de pasto a vías, de vías a pasto y así sucesivamente.
Por cuestiones que no vienen al caso detallar, suelo subir al Roca en Luis Guillón y me bajo en Lomas de Zamora. Tan sólo una vez por semana llego a hasta Constitución. Y sobre estos viajes semanales es que voy a hablarle. O, mejor, sobre uno en particular.
Sumergido en la realidad ferroviaria móvil, el tiempo pasa lento. Uno debe reparar en detalles; en los pequeños detalles que le dan color a algo tan simple y horrorosamente rutinario como un viaje de Guillón a Constitución. Buscar coincidencias; contar asientos; distinguir olores, timbres de voz, tonalidades, y prestar atención a los vendedores de pilas y cremas, de panchos y libros, de agendas y destornilladores. O puedo abocarme a comprobar si es cierto lo que dice el librito que se vende a un peso en el tren: entre estación y estación hay tres minutos. Harta de hacerlo cientos de veces, comprobé que, en algunos casos, hay tres y medio.
Temperley. Las puertas se abrieron y, haciéndose lugar entre las distintas versiones de piernas, maletines y zapatos, irrumpió ella, con sus dos enormes ojos negros, el pelo castaño y la ropa sucia. Estaba descalza y sin abrigo. Llevaba puesto un pulover que alguna vez había sido rojo y que apenas le tapaba el ombligo. Y un pantalón azul, amplio, notablemente grande para su contextura.
Me detuve un instante en su rostro: rasgos aniñados, pero a la vez duros, saturados. Pestañas largas y oscuras. Y desde su pelo alborotado se asomaba una hebilla pequeña y descolorida, subida a un mechón rebelde que caía sobre su ojo derecho una y otra vez. La envolvía un aire denso de resignación, que contrastaba con sus ¿8 años?... quizá tenía menos.
Se quedó un rato parada, recorrió a los pasajeros con la mirada y, sin decir una palabra, avanzó. Tenía un pilón de tarjetitas en la mano. Comenzó a repartirlas sólo a los que estaban sentados, así que me quedé con las ganas de saber lo que ofrecían, simbólicamente, esas manos flacas y mugrientas.
La vuelta por los asientos culminó. Fue trabajosa. La obligó a pedir permiso sin pedirlo, deslizando su frágil cuerpecito por los improvisados huecos. Algunos ni repararon en mirarla. Pero ella no pareció preocuparse; depositó su tarjeta en el apoyabrazos y continuó con su inercia diaria.
Llegado el momento de la recompensa, de cumplir con el objetivo de tanto ir y venir y sin ninguna motivación aparente, se paseó otra vez por los asientos y recibió, en la mayoría de los casos y como un rechazo a comprar lo que ni siquiera tenía precio, la tarjeta que volvía a armar el gastado pilón. Alguien se solidarizó y acompañó la devolución con una moneda, que sería de 25 o 50 centavos. Ella agradeció sin palabras ni sonrisa, como si le doliera esbozarla. Apenas hizo un gesto tan profundo como conmovedor: levantó la vista y miró fijo a los ojos del pasajero, quien desvió inmediatamente la mirada, como evitando comprometerse con vaya a saber qué. Ella –ajena a semejante signo de cobardía- continuó con su paso infantil hasta recibir la última tarjeta.
El tren se detuvo. Se abrieron las puertas. Los carteles de la estación aseguraban que estábamos en Banfield.
Por la ventanilla, la vi correr y hacerse lugar entre el mundo de gente que iba y venía, que subía y bajaba, que entraba y salía.
La seguí con la mirada hasta que se sumergió en el vagón de al lado y, solitaria, imperceptible, desapareció.
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