Es curioso el “Disculpe las molestias que podría ocasionarle el volumen de la música” que vociferan los vendedores ambulantes de cd’s. Una frase que resulta irrespetuosamente insólita, no sólo porque suena más fuerte aún que la propia música, sino porque todos (aquellos que viajamos todos los días o día por medio en tren) cargamos con la certera fatalidad de que la escena se repetirá al día siguiente y al siguiente y al siguiente, como un eterno Día de la Marmota (la película “Groundhog Day”, en la que Bill Murray se despierta cada fría mañana con el espanto de que cada día es el mismo de ayer, como un karma producto de algún hechizo). Las disculpas, por lógica, están de más. ¿Cómo podría disculparse alguien por una acción que tiene la absoluta seguridad que volverá a realizar, una y otra vez?
Una variante altamente indignante de los vendedores de cd’s son los transeúntes que viajan escuchando música, pero sin auriculares. ¿Los ha visto? Esos no venden nada (al menos, no en el momento en que nos deleitan con el parlante de sus celulares a todo volumen). Sólo viajan. Como el resto de los pasajeros. Y nos obligan a escuchar lo que no queremos escuchar. Lo que no tenemos por qué escuchar, en definitiva. ¿Intolerancia? Puede ser. No me caracterizo por ser la persona más tolerante del conurbano, ni de la provincia de Buenos Aires, ni de la Argentina ni mucho, pero mucho menos, del mundo. Pero aún a sabiendas de mi escasa paciencia, me pregunto qué pasaría si cada uno de los que viajamos en un transporte público quisiéramos escuchar, a todo volumen, nuestra propia música. Sería, por lo menos, una gran paradoja en la que todos escucharíamos todo y nadie escucharía nada. Como aquella gran verdad de que lo público es de todos y, si es de todos, no es de nadie.
La mayoría de los escuchadores-de-música-a-todo-volumen que me cruzo me obliga a escuchar música que me crispa un poco los nervios. Y que, más tarde, ya en la tranquilidad hogareña de mi propio mundo, no puedo evitar tararear.
Antes de ayer, sin embargo, entre canción y canción de Calamaro que yo disfrutaba a través de mis discretos auriculares, pude escuchar una voz singular, mezcla de graves y agudos que lanzaba un “La hija del fletero, linda, infinita, volvió a Madrid, donde parece que es feliz…”. Busqué con la mirada y encontré al exhibicionista musical un poco más atrás mío, cantando un poco más bajo en una clara, pero fallida, imitación de la voz del Indio. No me disgustó tanto la interrupción, esta vez. Quizás porque sabía que más tarde no me iba a molestar encontrarme tarareando alguna estrofa ricotera.
Subí más el volumen de mi mp3 y seguí viaje con Calamaro. Si mi compañero de vagón hubiera dejado al Indio cantar solito, tal vez hubiera guardado mi propia música enlatada. Pero escucharlos a dúo no era un buen plan, definitivamente. Después de todo, mi tolerancia tiene un límite… creo haberlo mencionado.
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