Por un momento, creyó que no volvería a verlo. Lo había perdido de vista. Lo había visto alejarse, subir unas lomas y perderse entre el follaje de una centena de árboles que se cerraban tras su paso. Entonces, corrió. Improvisó un camino que resultó erróneo y, desorientado, giró la cabeza para un lado y después para el otro. Nada. Nadie.
El viento le azotaba la cara. Lo distrajo una bandada de pájaros que, inalcanzable, se perdió también entre los árboles. Pero más arriba, bastante más arriba. Lo tomó como una señal. Y hacia allí fue. Subió, se resbaló, se recompuso y llegó. Envuelto en un silencio sólo aplacado por el cantar de aquellas aves que lo habían distraído, ahí estaba su compañero, absorto. Enmarañado en quién sabe qué pensamientos, ahí estaba, inmóvil. Más libre que nunca. Que siempre.
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