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sábado, 29 de julio de 2017

Cuesta abajo


Con la fuerza de una decena de caballos blancos, se elevó por encima de lo inimaginable. Se había gestado un poco más allá de la orilla y, con ímpetu, se erigió ante la inmensidad. Durante cinco segundos fue una pared de agua salada, cristalina, capaz de detener al más valiente. Un monstruo artero, sin un enemigo preciso.

Yo observaba desde el borde. Sentada con las piernas flexionadas y los tobillos cruzados entre sí, como dispuesta a meditar pero sin necesidad de hacerlo. Los antebrazos sobre las rodillas, las muñecas hacia abajo, las manos muertas, los dedos rozando la arena apenas húmeda.

Justo antes de derrumbarse, la cima blanca, espumosa, se apoderó del sol y encandiló el resto del mar. Y, entonces, el rugido, el remolino, la demolición. Y la nada.

Era una metáfora perfecta –y frecuente- la maravilla que acababa de presenciar. “Desde la cima, el camino siempre es cuesta abajo”, pensé. Y me puse a escribir.

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