Lo que realmente le molestaba de Marcos era su cara de pócker. En determinadas situaciones, Marcos ponía cara de pócker. Ante la llegada de alguna visita indeseable, por ejemplo. O cuando el perro del vecino lo saludaba efusivamente. Marcos odiaba a los perros y mucho más al del vecino. Era una cuestión de piel, decía. La cara de pócker era una cara vacía, pálida (más de lo habitual) y sin ningún tipo de gesto aparente. Pero era una cara que decía mucho más que cualquier otro gesto. La cara de pócker era un signo en sí mismo. Por eso a Laura la irritaba tanto.
Era la hora, sí. Eran esos momentos en que la abrumaba su propia y miserable rutina y, entonces, se ponía a pensar en estas cosas. Casi siempre, minutos antes de que Marcos llegara del trabajo.
Pero lo que definitivamente no podía tolerar de Marcos era su gesto de autosuficiencia. Esas cejas levantadas, como afirmando lo obvio. Esa mano izquierda en el bolsillo del pantalón de vestir. Y la derecha, acompañando cada palabra con un ademán. Esos hombros apenas levantados que siempre parecían querer provocar a Laura. Esa sonrisa irónica que invitaba a dar por finalizada la discusión, con un claro y soberbio triunfo.
Marcos también utilizaba siempre una frase, que para Laura era lapidaria: “Es lo que hay”. Y a ella realmente la exasperaba el conformismo. Pero mucho más, el conformismo fingido. Porque Laura sabía que Marcos no era un conformista. Que decía “es lo que hay”, para molestarla. Para que cierre la boca y se deje de hinchar las pelotas con tanta realidad y la luz y el gas y el vecino enganchado del cable que siempre se olvida de pagarle su parte y ella no tiene tiempo para ir a golpearle la puerta, porque, además, a él le tendría que dar vergüenza no acordarse nunca, encima que lo dejamos engancharse…
El reloj marcaba las 6 y cuarto y Marcos todavía no había llegado. “Raro”, pensó ella.
Había un sin fin de detallecitos que Laura ya había naturalizado. Los zapatos en la alfombra y no en-el-placard-donde-van-los-zapatos, los pies arriba de la mesa ratona del living, los ronquidos, la necesidad de dar vueltas alrededor de la mesa mientras hablaba por teléfono, la combinación de cinturón negro con zapatos marrones…. y, al masticar, ese extraño gesto en su cara producido por una rápida y leve flexión en los labios, acompañado por un chasquido. Todos esos detalles eran parte de la idiosincrasia del mundo de Laura y Marcos.
Laura se detuvo en el pensamiento de una característica de la personalidad de Marcos que le resultaba aún más insoportable que todas las anteriores. Era la manera de expandir sus explicaciones hasta extremos insoportables, aglutinando aclaración tras aclaración y giro sobre giro. Para contar una situación en particular, Marcos daba vueltas. Muchas vueltas. Era extremadamente detallista. Podía tardar 15 minutos en contar algo que Laura podía sintetizar en 60 segundos.
El ruido de llaves la sobresaltó. Había llegado Marcos. Contento, con cara de cansado pero con una sonrisa, se acercó a Laura y, sin dejar el maletín, le dio un beso en la frente, clásico saludo. Empezó a hablar y a contarle su día, mientras Laura ponía la pava para el mate. Que había un compañero nuevo en el área de Sistemas, que no pudo almorzar porque estuvo tapado de papeles, llamados y gente. Que, en cambio, salió a eso de las 4 a tomar un café, para despejarse un poco y ahí se encontró con Mariano Dupretsky. “¿Te acordás de Mariano?”. Laura no se acordaba, así que Marcos le contó un par de anécdotas sobrecargadas de detalles, para refrescarle la memoria: que aquella vez en la clase de Administración, que un domingo en ese bar de San Telmo. “Aaaah, si, Mariano”, fue todo lo que dijo Laura, mientras le pasaba el mate.
“¿Y qué cuenta Mariano?”, preguntó. “No mucho”, dijo Marcos y le devolvió el mate. “Ponele menos azúcar al próximo”, le pidió. “Bueno, la cosa es que nos pusimos a hablar con Mariano, qué fue de nuestras vidas, la carrera… no sabía lo de mi viejo, ¿podés creer? Claro, por eso ni vino”, detalló y se quedó pensando unos segundos, como contando los días, los meses y los años que hacía que no veía a Mariano. Y los días, meses y años que se había muerto su papá. Pero enseguida retomó y Laura escuchó “le conté que seguimos juntos, claro”, “cuando nos casamos”, “el quilombo de la casa de tu abuela”, “él se separó, al final”, “en una empresa de gaseosas, pero esas truchas, cuarta, quinta marca”, “me pareció que un labrador estaría bien”… Laura escuchaba frases cortadas, de temas que tenían un aparente hilo conductor pero que, por alguna razón, ella no podía captar. Otra vez las vueltas. Las explicaciones de más, las historias largas. Por un momento, su cabeza volvió a concentrarse en eso. En las cosas que odiaba de Marcos.
Mientras cebaba el décimo mate, enmarañada en sus tristes pensamientos sobre Marcos, escuchó algunas frases más, que, sin motivo aparente, la devolvieron a la conversación. Escuchó “estuvimos hasta las 5”, “te dejó saludos”, “servilleta”, “medialunas”, “lapicera” y “lo que me gusta de vos”. Ahí se sobresaltó. “¿Qué dijiste?”. “¿Dónde te perdiste?”, bromeó Marcos. “Lo último que dijiste, lo que te gusta de mi”. “Eso”, le contestó. “¿Y qué hay con eso”?. “Nada, que, de tanto hablarle de vos a Mariano, me puse a pensar en eso. En lo que me gusta de vos. Por eso agarré la servilleta que te dije, y me puse a hacer una lista de las cosas que me gustan de vos. Y te la traje”. Marcos empezó a buscar en sus bolsillos, en el maletín, en el saco. “Puta madre, ¿podés creer que la perdí?”. “Si, puedo”, dijo, media confundida, Laura. “Qué boludo, te la quería regalar…”. “No importa, otro día hacés otra”, lo animó Laura, con una mezcla de alivio y culpa. “No… pero ésta estaba buena, se me ocurrieron cosas piolas, cosas que ni vos debés saber que tenés ahí escondidas. En fin. ¿Vos qué hiciste hoy?”. Laura no contestó, aprovechando que el celular de Marcos vibraba, anunciando un mensaje nuevo. “Ah, mirá, es Mariano… nos invita a cenar el sábado. ¿Tenés ganas?”. “Bueno, dale. Y el domingo, si está lindo, podemos ir a caminar por San Telmo, hace mucho que no vamos…”. “Hace mucho que no salimos, flaca… vos últimamente andás con ese pánico a los lugares abiertos…”, rió Marcos y la besó en la mejilla, como explicándole que era un chiste. “Si, hace mucho…”, dijo Laura y lo abrazó. Como hacía mucho, pero mucho, que no lo abrazaba.
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