Lo mejor, siempre, es esperar un poco. Nunca hay que contestar al instante. Y esto me lo dijo un hombre, eh. Lo que no me dijo (y yo, evidentemente, me olvidé de preguntar) es cuánto es un poco. ¿10 minutos? ¿15? ¿Media hora?. Se lo contesto ahora y punto. ¿Y qué le pongo?. “Ok”, estaría bien. No, es muy seco, muy de compañeros que se encuentran al otro día para ir juntos al trabajo. Le pongo “Si”, pero sin signos de admiración, porque es demasiado entusiasmo para la primera vez. Pero “si” sólo, no. “Si, dale”, queda canchero, como superada, como que estoy acostumbrada a que me inviten a salir y no estaba esperándolo a él. “Si, dale, adónde nos encontramos?”. O podría proponer yo el lugar, para que sepa que soy una mina decidida. Que tengo el control. Y para estar en mi terreno, claro. ¿Pero qué me habrá querido decir con “ir a tomar algo”. ¿Un café?. Un café es de viejos. ¿Una cerveza?. Entonces, tendría que ser un bar. Pero un bar piola, tipo pub. ¿Y a qué hora?. Ni muy tarde, ni muy temprano. Son las 6 y media, si arranco ahora, para las 9 llego. Pero las 9 es la hora de la cena y no me invitó a cenar, puso “a tomar algo”. Y, si voy sin comer, la cerveza puede hacer estragos. Y recién me conoce, no es conveniente. Además, todavía tengo que bañarme, hacerme el baño de crema, secarme el pelo, planchármelo… mmmm, no, mejor, no me lo plancho. Al natural queda mejor, que no crea que me producí tanto. Una cita es algo natural, algo cotidiano (o debería serlo). Por eso, mejor me pongo un jean, la remerita verde que me compré la semana pasada, un look casual. ¿Y en los pies?. Botas. No, me cago de calor con las botas. Este tiempo de mierda. ¿Qué temperatura hace? ¿Dónde puse el control remoto? Ahí estás. Ajá. ¿Qué se pone una con 18 grados?. Con sandalias, me cago de frío y, aparte, ¿quién anda con sandalias, a esta altura del año?. Nadie. Zapatos, mejor. Ni muy cerrados, ni muy abiertos. Y con poco taco, para que después no me duelan los pies en la mitad de la noche. Y nada de maquillaje. O un poquito, bien natural. Ojos delineados, un brillito en los labios.
Ya está, lo mandé. “Si, dale, tipo 10, te parece bien? Adónde nos encontramos?”. Ahora le toca a él. Yo puse el horario, que elija el lugar. Me tomo unos mates, plancho el pantalón. Ahora, la remera. No contesta. ¿Estará haciendo tiempo, como yo? ¿Y si mientras me voy a bañar? No, mejor, no, espero. Me fumo un cigarrillo y después me baño, total… de acá a las 10…
Carla esperó 60 segundos más, le dio una última pitada a su cigarrillo, lo apagó así, a medio terminar, y se fue a bañar. Por supuesto, con el celular en la mano, porque nunca se sabe. Se empezó a desvestir despacito, mirando siempre de reojo el vanitory, donde reposaba su telefonito, como le gustaba llamarlo a ella.
El mensaje llegó algunos minutos después, cuando todavía se estaba enjuagando el shampoo. No lo escuchó, porque el celular estaba en modo vibrador. Como estaba sumergida abajo del agua, tampoco escuchó el ruido que hizo el telefonito, cuando, al vibrar, se cayó del vanitory y se estrelló contra el piso.
El resto fue asombro, intentos de arreglar lo imposible, bronca, llanto, varios tranquilizate que así no podés pensar cómo solucionarlo, llanto, risa nerviosa, llanto… y resignación. Otra oportunidad tirada al tacho. Esto me pasa por ansiosa, por torpe, por pelotuda. ¿A quién se le ocurre poner el teléfono en vibrador y dejarlo al borde de… de… al borde de cualquier cosa?
No había manera de rastrearlo, de comunicarse. O, al menos, Carla no la encontraba. Sabía poco y nada de él. Lo había conocido en un bar cualquiera de Palermo, al que ni siquiera sabía cómo llegar. Ella no acostumbraba a dar su número de teléfono a cualquiera, pero a él se lo dio, sin preguntarse porqué. No confiaba mucho en los hombres (en realidad era ella la que no se tenía confianza), así que fue por la negativa y, cuando pasaron dos días sin noticias del tipo en cuestión, pensó No me va a llamar y sencilla y prácticamente, se olvidó.
El entusiasmo volvió tres días después, con la llegada del mensaje.
Y ahora lo había perdido para siempre y la angustia le brotaba por los ojos, como extrañando aquello que nunca tuvo.
Los días siguientes los pasó pendiente del milagro. Lo buscaba en cada esquina, en el subte, en cualquier bar de Palermo que nunca era el bar perdido del primer y único encuentro. Algunas veces, creyó verlo y se desilusionó en cada una de sus confusiones. Y se resignó. Y se olvidó. O creyó olvidarse.
Pasaron meses y un festejo de amigos la llevó a otro bar cualquiera. Pasó unas horas ahí y después se fue a tomar un taxi. Mientras lo esperaba, creyó ver un rostro conocido que pasaba justo frente a ella. No supo qué hacer y, nerviosa, lo chistó, una, dos veces. El rostro se dio vuelta, la miró sorprendido y le sonrió.
Lo que pasó después es anecdótico e improbable. Excepto que esa vez, esa única vez, Carla, a la vieja usanza, anotó un número telefónico en su agenda. Porque con los celulares, nunca se sabe…
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